En julio, el diario El País ofrecía un extracto del proyecto de ley sobre el derecho a saber del público y anunciaba su inminente aprobación por el Consejo de Ministros. Al mismo tiempo felicitaba editorialmente al Gobierno por la decisión de promulgar una ley que garantizaría la transparencia de la Administración y el acceso de los ciudadanos a la información pública. El proyecto es una promesa electoral del PSOE incumplida desde 2004 y no es ninguna revolución. Leyes de esta naturaleza existen en todas las democracias avanzadas, en Suecia incluso desde 1776.
Tan sólo España y, hasta antes de la crisis, Grecia eran los únicos países de la Unión Europea con más de un millón de habitantes que no disponían de estas garantías. En ambos Estados la ciudadanía sospecha sobre la veracidad de la información difundida. En Grecia, se llegaron a falsear las cuentas públicas. En España, durante la presidencia de la Unión Europea, tras la dura presión ejercida por Francia, Alemania, EE UU y China –y sólo después de la intervención personal del presidente de EE UU, Obama–, el Gobierno reconoció la evidencia y se vio impulsado a poner en práctica drásticas e inesperadas medidas para sanear las cuentas públicas. A partir de estos dolorosos sucesos, para los ojos de Europa, Zapatero se convertía como presidente de la UE en una irrisión. Y, para los españoles, en una vergüenza dolorosa.
Algo parecido debe de suceder con el proyecto de ley, pues no se explica que después de tan largo recorrido y espectacular puesta en escena –al igual que sucedió con la crisis– nunca haya existido. ¿Por qué? La explicación quizá sea la inquietante noticia aparecida estos días sobre la adquisición de sistemas de monitorización del tráfico en Internet, abordada de forma desigual por los medios tradicionales y la propia Red. Los primeros, salvo excepciones, ponían especial énfasis en la queja de los servicios de Inteligencia sobre la transparencia informativa de sus compras. La Red resaltaba que estos sistemas siguen y recopilan las informaciones que publican los internautas y periodistas, lo cual atenta contra las libertades civiles.
Esto es preocupante para los demócratas, pero sobre todo para quienes tenemos Memoria Histórica. El argumento de salvaguardar la seguridad coincide con el utilizado en la anterior época socialista, que sirvió para encubrir los negocios de Roldán y saquear el Estado. Por eso nos inquieta que ahora se pretenda correr un velo protector en relación con el negocio de la ciberseguridad. Por otra parte, la obsesión por la vigilancia ya es historia. El presidente Obama, el 29 de mayo de 2009, en un paradigmático discurso dedicado a la ciberestructura de la nación, fue contundente: “Permítanme también ser muy claro acerca de lo que no haremos. Nuestra búsqueda de la ciberseguridad no incluirá –repito, no incluirá– la monitorización de redes privadas sectoriales o del tráfico de Internet.
Preservaremos y protegeremos la privacidad de las personas y las libertades civiles cuya existencia celebramos como americanos”. Acto seguido anunciaba una nueva era de apertura y transparencia.
En una democracia avanzada la transparencia debe ser la regla y el secreto, la excepción, que debe ceñirse a lo establecido en la Ley de Secretos Oficiales y las normas procesales. Fuera de estos casos, se debe garantizar el acceso de los ciudadanos a la información que se encuentra en manos del poder público o entidades privadas que realizan funciones públicas. Y debe hacerse mediante un procedimiento sencillo, gratuito y rápido, en el que baste con identificarse y facilitar la descripción de la información buscada, sin que sea necesario explicar ni por qué ni para qué se quiere la información y establecer un sistema de open data que obligue a las Administraciones a publicar a través de Internet toda la información, incluso antes de ser solicitada, de forma que no sólo los ciudadanos, sino también las empresas y profesionales puedan reutilizarla.
La transparencia es consustancial a la regeneración democrática, ya que el peligro de abuso y corrupción aumenta allí donde el Ejecutivo actúa en secreto. Además, constituye un primer paso para un Gobierno abierto, que se acerque a los hogares de los ciudadanos y a los despachos profesionales, sin barreras tecnológicas que dificulten la difusión de la información y sin que se discrimine en la red. Es decir, open source y neutralidad de la Red. Pero no basta con el acceso online de los ciudadanos a los datos, a los contratos, a las cuentas y al gasto público. También es preciso fomentar la participación ciudadana a través de consultas y comentarios sobre los proyectos legislativos, de forma que las decisiones que conciernen a todos sean tomadas por el conjunto de la ciudadanía.
*Pedro Martínez García es fiscal y co-administrador del grupo de Facebook ‘Manifiesto por la defensa de los derechos fundamentales en Internet’.
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